domingo, 9 de agosto de 2009

continúa

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III.
Ellos

Daiana en el banco de la plaza. Daiana en la fila bancaria cuenta pingüinos. Daiana lee La insoportable levedad del ser en el Parque Rivadavia. Daiana repite vueltas por Caballito: Quito, Rosario, Doblas, Rivadavia, Quito... Daiana vuelve, el día de pagar cuentas, a pagar cuentas, a contar pingüinos. Daiana toma depósitos y deposita. Abrigada Daiana deja pasar colectivos en la puerta del banco, enojados pingüinos le preguntan si sube, no, no sube, violentos pingüinos empujan a Daiana mojada, ¿toma el 1? no, no lo toma ¿aquí para el 36? no lo sabe; Daiana sólo desconoce, sola Daiana desconoce; sus ojos yerba mate más mojados que nunca, esperanzada Daiana mira la puerta del banco, esa máquina de girar pingüinos, el colectivo sube y baja pingüinos apurados, fruncidos, chiquitos, zigzagueantes, engripados pingüinos cautelosos, serios pingüinos a crédito, civilizados pingüinos de a pie, pingüinos decentes con carteras y maquillajes y pingüinitos de buen vestir, trajeados pingüinos de buen beber, inseguros pingüinos de buen votar; Daiana suspira, tres meses pasaron desde aquel depósito de ilusiones en un haiku azaroso, de un teléfono escrito en la palma de una mano, de una conversación de risas, colores y nombres equívocos, “qué es un nombre, ni brazo, ni semblante, ni cosa alguna que al hombre pertenezca”, otra vez Shakespeare, futuro en construcción, impotente Daiana desciende al andén, la anaconda eléctrica, a la señal, abre sus puertas, subterránea Daiana piensa en Umpa Lumpa y not to be.

Inmenso. Diego ha leído mucho. A los cinco años aprendió la letra A en la casa de tía Julia, entre perros san bernardo y olor a mate cocido “de verdad”, aquel que se hace colando yerba hervida. Su prima Lía le enseñó, de a sílabas, a escribir su nombre, el resto lo aprendió con la batalla naval y una revista. Ese verano leyó mucho, y el siguiente, y el siguiente. A los siete años se sorprendió con la boa que digiere un elefante. A los diez conoció a Dostoievsky, a los catorce comprendió para siempre las palabras nihilismo y proletariado. A los diecisiete se enojaba: Godot debería haber llegado. Sin jamás haber pasado necesidades, a los dieciocho tiraba piedras en rutas del gran Buenos Aires. Los fines de semana, ausente a fiestas, boliches y mensajes de texto, descifraba, aunque le tomó un año, el capítulo I de Das Kapital, para ese entonces hablaba alemán. Quiso, pero no pudo, leer haikus en japonés. Cuando enfrentó el pedregoso camino de escribir comprendió que adjetivaba en forma obvia y en tríadas. Las cosas no eran sólo cosas, eran sombrías, intrigantes y despreciables, o transparentes, potenciales y bellas, o precisas, algebraicas y desnudas. Peor le hacía darse cuenta que cada vez que iba a Santa María de los Corderitos, la pampa desplegada a lo largo del viaje -una vaca, una vaca, pasto, una vaca, una fila de árboles, pasto, un árbol, pasto, una vaca, pasto, un árbol, pasto, tres vacas, un ternero, una nube, pasto, pasto, pasto, pasto y una vaca, pasto, una nube-, el único adjetivo que encontraba era inmenso. Le molestaba su propia obviedad, después se sintió elitista porque le molestaba la obviedad. Inmenso. Viajaba en tren a su pueblo, la mano sostenía una lapicera sobre un papel muy blanco, sus ojos blancos de mirar la hoja blanca; pensaba en Daiana.

“Inmensa Daiana”, escribe y cierra el cuaderno.

1 comentario:

F. Derrey dijo...

"...sola Daiana desconoce; sus ojos yerba mate más mojados que nunca..."

Que bueno, sí.